Un Horror Que No Se Olvida
by Bishop William Joensen | August 6, 2025
En una nota más sombría, el pasado 6 de agosto, la Fiesta de la Transfiguración, marcó el 80mo aniversario de que los Estados Unidos arrojara la bomba atómica en Hiroshima, Japón. Tres días después, el 9 de agosto, una forma diferente de bomba nuclear hecha en los Estados Unidos devastó Nagasaki. Fallecieron cientos de miles de personas en el área inmediata de la explosión y los efectos posteriores de la radiación. Aunque las opiniones siguen estando divididas respecto a si los japoneses estaban dispuestos a rendirse sin la necesidad de que lanzáramos una carga tan destructiva, en estos cuatro vicenios de años (como le gustaba a Abraham Lincoln expresar las cosas), nuestras consciencias deben permanecer marcadas por la terrible capacidad de humanos como nosotros de infringir daño en la putativa causa por la paz.
Las lecturas de la Fiesta de la Transfiguración son vibrantes en sus imágenes. El profeta Daniel tiene visiones de Dios sentado en un trono de llamas de fuego con ruedas de fuego ardiente, con un río de fuego brotando de él. Y el conocido Evangelio nos describe a Pedro, Santiago y Juan rodeados de esplendor para ver a Jesús rodeado en gloria en compañía de Moisés y Elías antes de que la voz de entre la nube les dijera, “Este es mi Hijo escogido, escúchenlo.”
La persistente amenaza de la Guerra Fría no ha cesado, con el ominoso prospecto de un conflicto nuclear que aún nos confronta en el Medio Oriente y en la guerra entre Rusia y Ucrania, en donde los Estados Unidos juegan un papel prominente, con naves equipados con armas nucleares desplazados en la proximidad de Rusia. Podremos haber almacenado una intensiva fuerza destructiva en el ámbito nuclear, pero en este aspecto, parecemos sordos ante la voz del Hijo. Jesús nos llamó a ser proféticos en promover una paz la cual los recursos de las naciones del mundo no podrán generar con sus armas avanzadas.
Robert Oppenheimer, el ‘padrino’ del Proyecto Manhattan y líder científico que lideró el equipo Los Álamos que fue principalmente responsable de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, fue presentado en la película ganadora del Oscar que lleva su nombre. Este drama biográfico demuestra gran parte de la historia detrás del nacimiento de las armas nucleares, pero contrario al libro en el que se basó la película, no transmite las profundas reservas y consternaciones de Oppenheimer sobre la terrible carnicería que él y sus colegas habían forjado. Tres días luego de que se rindió Tokio dando fin a la Segunda Guerra Mundial, Oppenheimer dijo al Presidente Truman, “Creemos que la seguridad de esta nación – opuesto a su habilidad de infligir daño a una potencia enemiga – no debe basarse plenamente o siquiera principalmente en su poderío científico o técnico. Puede basarse solamente hacienda que las guerras futuras sean imposibles.”
Y cuando se le convocó tres meses después a Los Álamos a recibir un certificado de agradecimiento por sus esfuerzos, Oppenheimer expresó en primer lugar esperanza de que todos quienes estuvieron asociados con el trabajo en el laboratorio pudiera ver atrás a sus esfuerzos con orgullo. Pero entonces señaló, “Hoy ese orgullo puede nublarse con una profunda preocupación. Si las bombas atómicas se incluyen a los arsenales como nuevas armas a un mundo en conflicto, o a los arsenales de naciones que se están preparando para la guerra, entonces será el tiempo en que la humanidad maldecirá los nombres de Los Álamos y de Hiroshima.” Continuó, “Los pueblos de este mundo se deben unir o perecerán. Esta guerra, que ha desgarrado tanto de esta tierra, ha escrito estas palabras… Por nuestras obras estamos comprometidos, comprometidos con un mundo unido, ante este peligro común, en la ley y en la humanidad” (Prometeo Americano (American Prometheus), Kai Bird y Martin J. Sherwin, pp. 319, 329).
La esperanza temporal que surge del orgullo humano y el deseo de dominar está destinado a terminar en horror, no en el conflicto de la comunidad humana. La única esperanza que es perdurable la concede el que está sentado en el trono de fuego y cuyo ardiente Espíritu de amor fluye hacia nosotros. Oramos no solamente para que los líderes mundiales en verdad lean y escuchen la Palabra de Dios, a la voz del Hijo Amado. Oramos también para que nosotros, el pueblo que elige y nombra a nuestros líderes para que sirvan en nuestro nombra, escuchemos al Hijo nosotros mismos y nos convirtamos, si queremos tener esperanza de salvarnos de nosotros mismos.